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Catalina Rojas: "A mí no me daba celos la Negra Ester"

Hermana de Dióscoro Rojas -rey de los huachacas- y viuda del ya legendario músico Roberto Parra, ella sigue cantando en un circuito que respeta su talento y junto a jóvenes artistas que, en discretas procesiones, llegan a su casa para mostrarle sus creaciones, guitarrear con "la Catita" y escuchar anécdotas del "tío Roberto". Con su voz grave y poderosa, Catalina es capaz de entonar cuatro décadas de música con raíces campesinas enredadas en los años que marcaron este país. 

por:  Rebeca Araya Basualto
sábado, 08 de marzo de 2014
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Su expresión adusta no condice con la dulzura en el trato de Catalina, octava hija de un músico que se afincó en Lontué, prendado de una cantora campesina. Los once hijos de ese matrimonio salieron con buen oído y además de Catalina y Dióscoro -cantautor antes de crear la monarquía huachaca que ha sido su sello-, otra hermana (Isabel) anima aún las fiestas sureñas con sus canciones.

"Mi papá fue criado por los curas en Santiago -cuenta Catalina- y cuando vio que le nacían tantos hijos, dejó la música y se arrimo al cura de Lontué. Se hizo acólito y era el que mantenía la parroquia del pueblo, tocaba el armonio en misa y las campanas todos los días. A mi mamá aún la recuerdo, cantando la Novena del niño Dios".

La casa siempre fue ruidosa, aunque los hermanos mayores estaban internos en el seminario de San Pelayo, en Talca, de donde sólo volvían los fines de semana. La oración nocturna cotidiana y el rezo colectivo -ordenado por el padre cuando jugaba la UC- eran puntos de encuentro familiar. Dos hermanos se hicieron sacerdotes y Catalina empezó a estudiar Pedagogía en Educación Musical en Talca.

"Pero yo quería venirme a Santiago -recuerda- y aunque a mi mamá no le gustó, me fue a dejar al tren y partí a vivir con unos primos y a buscarme la vida en la capital"

Era 1968 cuando Catalina vio empequeñecerse la estación de Lontué a través de la ventana del tren. Tardaría muchos años en volver.

Los que debían cambiar el mundo

En la capital ya estaba Dióscoro, que a poco andar la invitó a vivir en una casa en Santa Rosa, arrendada en comunidad por músicos, artistas, periodistas y extranjeros. Eran los años en que el incipiente movimiento hippie convivía con la reforma universitaria, los ecos de Mayo del 68 en Francia y el término del gobierno de Frei padre. Florecía el Canto Nuevo y las voces de Víctor Jara, Patricio Manns y la propia Violeta Parra les disputaban espacio al rock y al A-go-go en los rankings musicales. En medio de todo eso, el debate político se enseñoreaba de la conversación entre los chilenos.

Catalina se multiplicaba entre el coro de la Universidad de Chile, clases de Teatro, trabajo en el Servicio Agrícola y Ganadero, cursos de Secretariado y Taquigrafía y, más tarde, el cargo de secretaria del diputado DC Claudio Huepe, hoy fallecido.

"Me fasciné con el proyecto de la Unidad Popular -rememora-. Sentí que lo podíamos hacer todo. Teníamos juventud, fuerza y ganas, así que nos tocaba cambiar el mundo y me puse a trabajar para eso".

El verano de 1971, cuando tenía 23 años y trabajaba entre los artistas que animaban las veladas en el balneario popular de Peñuelas, su hermano Dióscoro le presentó a un cincuentón Roberto Parra. Fue amor a primera vista.

Boda y llantos

Catalina es parca al contar la historia:

"Llevábamos bien poco tiempo juntos y Roberto me dijo: 'Catita... yo soy bien pobre, pero tenemos que vivir juntos'. Yo, por miedo a mi mamá, le dije: 'Sabe, Roberto, para eso tendríamos que casarnos'. Y el dijo: '¡Ya! Casémonos altiro' y nos vinimos a Santiago", relata ella.

Avisaron a los amigos de la comunidad de Santa Rosa, dos de los cuales fueron sus testigos, se casaron, luego fueron a comer un sándwich y después a avisar a doña Clara Sandoval, la matriarca de la familia Parra.

"No paraba de llorar doña Clara -recuerda Catalina, entre risas-. ¡Se le había casado el hijo regalón!".

Luego le contaron por teléfono a la madre de Catalina y ella sentenció: "Tiene que casarse por la Iglesia". Así que avisaron a uno de los hermanos sacerdotes y partieron a Lontué.

"Allá también estaban todos llorando -dice-, porque me había elegido un marido viejo y pobre. Así que nos vinimos rapidito".

Se instalaron en la casa de Santa Rosa y empezaron a cantar juntos en peñas, eventos y donde los llamaran. Sobraba el trabajo y eran inseparables. Roberto entregó el mando y las decisiones administrativas a su joven esposa: "Pregúntele a la Catita" se convirtió en su frase típica y no dejó de serlo hasta su muerte. Cuando nació la primera hija (María Leonora, hoy de 40 años), él no podía creer tal milagro y ni se atrevía a tomarla en brazos.

Era enero de 1973. Partieron los tres a Lontué para presentar a la nueva integrante de la familia y por esos días murió el folclorista Rolando Alarcón. Roberto viajó de inmediato a Santiago al funeral de su amigo. Demoró 20 días en volver.

"Recién ahí me di cuenta de su alcoholismo -cuenta Catalina-. Padecía de la enfermedad de modo intermitente. Una vez pasó tres años sin tomar. Pero cuando empezaba, no sabía parar".

Los años de "La Negra Ester"

La historia de La Negra Ester, una prostituta que Roberto amó en su juventud, siempre rondó la vida familiar ("A mí no me daban celos, porque fue un amor de juventud", dice Catalina), hasta que un día Nicanor Parra le dijo a su hermano que tenía que escribirla.

"Roberto le alegaba que no sabía cómo y Nicanor dijo: 'Todo está en empezar. Empieza'. Y como lo que dice Nicanor se hace en la familia Parra -más entre ellos, que se querían mucho-, Roberto empezó a escribir en décimas. Avanzaba un poquito y partíamos a La Reina a la casa de Nicanor. El le daba el visto bueno o le corregía. Eso fue mucho tiempo, hasta que Roberto llegó a tener cincuenta décimas. De ahí se largó solo y después le puso la música".

Con los años, esa obra -llevada al teatro por Andrés Pérez- consagraría al artista y sería su gran legado a la familia. Pero antes vino el golpe de Estado.

"Roberto pasó meses encerrado en una melancolía terrible. El siempre fue buen proveedor y preocupado de la familia. Pero nos faltó trabajo. Empezamos a cantar en La Vega y donde cayera, mientras Roberto escribía unas cuecas muy tristes", cuenta la artista.

Las desapariciones del músico se hicieron más frecuentes y en 1985 Catalina -que ya había tenido su segunda hija (María Catalina, 39)- se cansó.

"Me fui donde mi hermano y luego a trabajar a Talca en un proyecto social, y le dije a Roberto que hasta que no se ordenara, no volvería. Me llevé a las niñas, que lo adoraban tanto como él a ellas, y estuvimos separados, aunque las niñas venían todas las semanas a verlo".

Finalmente, Catalina regresó invitada por Roberto a ver la puesta en escena de "La Negra Ester" y la familia se rearmó, aunque de los años prósperos de la obra sobrevivió muy poco en el patrimonio familiar.

"Una Navidad, Roberto volvió del teatro con los bolsillos llenos de billetes de $10.000 después de una función muy exitosa. Entró, jugó un rato con las niñas y salió a la esquina. Cuando volvió a entrar, me contó: 'Catita: encontré a unas personas que se veía que no tenían con qué pasar la Pascua y les tuve que regalar la plata'... El era así", dice, sonriendo con ternura.

Su hija mayor, María Leonora, trabajó recientemente junto al actor y director Boris Quercia en el guión de una serie que el artista proyecta ofrecer a la televisión, basada en la vida de Roberto, que esperan estrenar este año.

En tanto, Catalina se prepara para los ajetreos de tribunales, decidida a defender sus derechos sobre "La Negra Ester". Y para ello confrontará a otra viuda: Rosa Ramírez, esposa de Andrés Pérez, cuya compañía ella lidera actualmente. "Siguen presentando la obra sin mencionar a Roberto en los créditos, ni pagar los derechos de autor -reclama Catalina, molesta-. Iniciaré el juicio porque, si entre artistas no nos respetamos, ¿quién nos respetará?".

Y se queda en la casa del paradero 27 de La Florida, la misma en la que Roberto vivió hasta su muerte en 1995, a los 73 años, víctima del cáncer. Allí "la Catita" creó y mantiene hasta hoy una especie de pequeño museo dedicado a su recuerdo, abierto para los jóvenes músicos, los cineastas y escritores que cada cierto tempo llegan a su puerta para aprender los secretos del jazz huachaca que por tantos años tocaron juntos con el creador de las cuecas choras, escudriñar la vida del artista o escucharla cantar a ella, con esa voz plena y cálida que acompañó los andares del músico y poeta que la amó.

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