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¿Existen las vidas pasadas?: Relato de una regresión

Oscar Mura es psicólogo, experto en hipnoterapia. Con él viajé al pasado. Todavía no puedo creer la experiencia sobrenatural que viví en su consulta. 

por:  Miguel Ortiz A. Fotos: Eric Allende G.
sábado, 21 de septiembre de 2013
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Voy a contar las cosas tal y como sucedieron.

El relato que haré a continuación es un documento periodístico.

No es ficción. No es fantasía. No fue un sueño. Nada fue producto de mi imaginación.

Los hechos que narro aquí son reales.

Yo los viví.

Y creo que es necesario hacer esta advertencia previa porque -ya lo verán- las cosas de las que fui testigo presencial son, simplemente, increíbles.

La siguiente es la crónica, en primera persona, de un inexplicable viaje al pasado.

Hundido en un sillón

Todo comenzó a las 17:00 del viernes 13 de septiembre: puntual llegué al departamento del psicólogo Oscar Mura. Hace pocos meses regresó a Chile tras estudiar un diplomado en Hipnoterapia en la «School of Hypnosis» de Suecia. Fue él quien me invitó a participar de una sesión de psicoterapia, con la intención de hacer una regresión a alguna de mis vidas anteriores.

La oferta, debo admitir, me sedujo, más allá de que yo -por mi formación cristiana- no creo en la reencarnación.

Con curiosidad periodística, sin embargo, acepté el ofrecimiento. Con voz profunda y una amable sonrisa me dio la bienvenida a un pequeño departamento a medio amoblar, en la comuna de Ñuñoa. Ahí me explicó el procedimiento: "Esto nace de la premisa de que vivimos, sucesivamente, diferentes existencias, y que en cada una de ellas desarrollamos diferentes roles. Gracias a la terapia de vidas pasadas se pueden conocer mecanismos o comportamientos que nos condicionan en el presente".

-¿Es una terapia segura?, ¿no corro el riesgo de quedar hipnotizado... o "traumado" con esta experiencia?

-Es 100% seguro. Lo que vamos a hacer es una relajación muy profunda para que te conectes con la información que llevas almacenada en tu interior, a la que no puedes acceder desde un estado de vigilia, consciente. Al comunicarnos con alguno de tus "yo" del pasado facilitamos la resolución de actuales conflictos emocionales.

Me senté en un bergere reclinable, cómodo a decir basta, con las piernas cubiertas por una mantita de polar. Las cortinas dejaban pasar apenas un poco de luz. Para conocer mi perfil psicológico -y bajo el secreto profesional de rigor-, Oscar me hizo responder un exhaustivo cuestionario: me preguntó por la conformación de mi núcleo familiar, mi oficio, mis temores, anhelos, fobias, objetivos en la vida. "¿Eres ambicioso?", "¿les temes a las serpientes?", "¿a las arañas?", "¿y a la muerte?".

Después me pidió que me pusiera unos audífonos y cerrara los ojos. El también se conectó unos auriculares y comenzó a hablarme a través de un micrófono. Su voz se mezclaba con una suave música, armónica composición de sonidos de la naturaleza (olas del mar, canto de aves, viento).

Sin mayor fe en que la sesión resultara exitosa, pero dispuesto a que así fuera, obedecí una a una a las instrucciones que Oscar me fue dando.

Primero me pidió que imaginara que yo estaba en una playa, completamente solo, descasando sobre la arena, mirando el océano. La idea, me dijo, es que me fuera desconectando de mis preocupaciones actuales. "Respira hondo", me pidió, "y siente que cuando tomas aire te llenas de limpieza, de purificación, y que cuando exhalas te vas deshaciendo de las cosas malas que tienes dentro".

A esas alturas -tengo un fabuloso don para quedarme dormido- ya había entrado a una suerte de trance, de agradable sensación de duermevela. Estaba como semiconsciente. Sabía que estaba ahí, en la consulta de un psicólogo, pero a la vez disfrutaba de un profundo relajo: mi cuerpo me pesaba, me sentía completamente hundido en el sillón.

Luego Oscar me invitó a pensar en la cifra 300, e irle descontando números de siete en siete, hasta llegar al cero. Tarea nada fácil para un periodista... pero le puse empeño. Varias veces tuve que volver a empezar. Mientras, y como si se tratara de una lejana voz en off , Oscar me decía que yo estaba como volando en el cosmos, sin gravedad, con una sensación de paz enorme: "Ahora necesito que imagines que estás dentro de un túnel, que vas volando por ese túnel... cuando llegues al final, entonces cruzarás un portal, el umbral a una de tus vidas pasadas".

Cinco mil personas

Y continuó: "Cuando yo haga sonar mis dedos, entonces voluntariamente darás ese paso, y entrarás de lleno a un lugar en el que ya has estado y que posiblemente reconocerás". Antes, les pedimos "a los guías y al Ser Superior" que todo resulte según lo planificado, de la mejor forma posible.

"¿Estás preparado?", me preguntó.

-Estoy listo.

Entonces Oscar hizo chasquear sus dedos y yo sentí, de modo real y concreto, que mis pies tocaron tierra, que había llegado a un lugar. Hoy puedo describir la escena tal y como si yo hubiera estado ahí, de cuerpo presente. Yo estaba de pie, cerca de un enorme lago, rodeado de muchísima gente. El paisaje era desértico y yo vestía de blanco. Calzaba zapatos hechos de piel. Una cálida brisa me envolvía el rostro. El sol comenzaba a descender. Tenía la certeza de haber viajado durante varios días para llegar hasta ese lugar.

Oscar, quien me hablaba en secreto, como si estuviese soplándome sus palabras al oído, me preguntó si acaso yo reconocía a alguien. Le dije que no, que sólo sabía que habíamos unas cinco mil personas, que la mayoría estábamos en silencio, y que todos esperábamos la llegada de un hombre.

"Acércate a alguien y pregúntale a quién están esperando", me dijo Oscar.

En este punto quiero explicar que yo -de una manera extraña- era consciente de estar en una sesión de hipnoterapia, pero a la vez me sentía plenamente vivo, con mis cinco sentidos alerta, despierto y atento a los hechos que se sucedían delante mío, y en los que yo era un actor verdadero. De hecho, las demás personas con las que estaba, ahí en el desierto, eran también conscientes de mi presencia.

A paso firme, entonces, me acerqué a un hombre que me miraba, unos pocos metros más adelante.

-¿A quién estamos esperando?

-Todo el mundo lo sabe. El nos viene a sanar. Hay que pedirle algo, lo que sea, porque él nos quiere ayudar.

La respuesta, en español, la recuerdo textual, incluso con el tono de voz que fue pronunciada.

De pronto, desde la izquierda, se nos acerca una mujer cargando un niño en los brazos. Era un niño enfermo que ardía en fiebre. Sudaba. "Yo le voy a pedir que cure a mi niño", me dijo.

Tuve la fuerte convicción de que yo había llegado hasta ahí para más tarde poder contar lo que viera. Dar testimonio de los hechos. La fama de aquel hombre al que esperábamos era grande, y yo tenía el encargo de averiguar si era cierto lo que de él se decía. Esta "misión" fue algo que me hizo sentido al día siguiente, mientras le contaba mi experiencia a Camila, una buena amiga: "Ya en ese tiempo eras reportero", me dijo.

Mucha de la gente que me rodeaba estaba rezando en voz baja. Algunos, sentados en grupos, cantaban, tocaban tambores, suavemente. Yo podía ver cómo en el horizonte iban apareciendo pequeñas luces de fogatas. De repente, y rodeado de otros hombres, apareció la figura de este "médico" -ésa fue la primera palabra que usé al nombrarlo-, radiante, de barba, amable, de contagiosa alegría. Vestía una túnica beige.

Pude sentir los suaves empujones de la multitud, que se agolpaba para estar cerca de él, para pedirle sus favores. Y él tenía la capacidad de ponerle atención a cada uno. A riesgo de parecer majadero, quiero insistir en la idea de que lo que estoy narrando no fue un sueño: es el vivo recuerdo de un episodio real. Lo cuento de la misma manera en que podría relatarles mi última visita al dentista, o el mal rato que pasé el martes, en una multitienda, mientras me compraba una camisa.

Me puse a llorar

Por fortuna o simple coincidencia -y envuelto en la potente emoción que eso significaba-, el hombre se detuvo justo en la fogata que nosotros habíamos preparado. "Quedémonos aquí", les dijo a sus amigos. Y nos pidió a todos que nos sentáramos, para poder escucharlo. Yo quedé instalado justo a su lado, bajo su mano derecha, con la que suavemente me acariciaba la cabeza mientras hablaba.

No tengo palabras para describir ese momento. El borde de su túnica me rozaba las rodillas, y yo pude tocar la tela con la punta de mis dedos. Eso, sumado a las enseñanzas que predicó, me transmitieron un profundo sentimiento de seguridad, de estar arrimado a buen árbol. Fue en ese momento que me puse a llorar. Estaba profundamente emocionado, feliz. Comprendí el gigantesco privilegio que significaba estar ahí.

El hombre hablaba con mucha sencillez. Insistió mucho en la idea de que él no era relevante: "Lo importante es que nos queramos mucho entre todos", fue una de las cosas que dijo. El volumen de su voz no era alto, sin embargo todos podíamos escucharlo, incluso los que estaban muy lejos, a cientos de metros.

Uno de sus seguidores, cuando la charla ya había terminado, le recomendó volver al lugar de donde venían, porque ya comenzaba a anochecer. En el cielo -la imagen la tengo grabada a fuego- comenzaban a aparecer las estrellas. Pero el hombre prefirió quedarse, respondiéndole a su alumno (eso era lo que parecía) que repartiera el alimento que guardaban en un canasto. A mis manos llegó un trozo de pan fresco, crujiente, cuyo aroma difícilmente podrá ser igualado.

Todo esto, sin ser sugestionado de manera alguna, lo fui narrando en voz alta. Tengo a Oscar por testigo. Existe muchísima literatura en torno al enigma de las regresiones. Los más escépticos plantean que, en realidad, lo que sucede en una sesión como ésta es que durante el estado hipnótico afloran elementos del inconsciente que provienen de nuestras creencias, temores, anhelos y fantasías. Es decir, que nuestro cerebro organiza de manera inconsciente información que tenemos almacenada, creando escenas coherentes e hiladas.

Los hechos, en mi caso, transcurrían en tiempo real. Habíamos decidido acampar en medio del desierto.

En confianza, entonces, me recosté sobre el hombro del médico, quien me golpeó cariñosamente la espalda, para calmarme. "No llores", me dijo, "no tienes razones para estar triste". Y me abrazó, paternalmente. Sin haber tenido tiempo para preparar qué decirle, saqué tímidamente la voz, e improvisé:

-Quiero pedirte que yo siempre pueda estar así, tranquilo, en paz, como estoy ahora.

¿Su respuesta? "Así será, cuando tú lo quieras". Y se durmió.

Entonces la voz de Oscar interrumpió el silencio de la noche:

-¿Sabes quién es él?

-Sí.

-¿Puedes decirme su nombre?

-No quiero. Si lo digo, él se puede despertar. Pero estoy seguro de saber quién es.

Con esa convicción como principal "regalo espiritual" -no encuentro otras palabras para definirlo- comencé el camino de regreso a mi vida actual: "Agradécele a todos los que estuvieron ahí y te acompañaron en este viaje. Bendícelos. Y anda dejándolos, permitiendo que las cosas se vayan desvaneciendo de a poco, desapareciendo, y tú vayas sintiendo tu cuerpo, tus dedos, tus piernas y brazos, lentamente sientes cómo despiertas, y vuelves, y estás mejor que nunca, feliz, descansado".

Y así terminó mi sesión de hipnoterapia. Al incorporarme me di cuenta de que también había llorado aquí, en el presente.

No contaré detalles de las conclusiones que, conversando con Oscar, pude sacar para mi vida. Son lecciones privadas, muy íntimas, que intentaré poner en práctica.

Sólo diré que ahora, mientras termino de escribir estas líneas, me inunda la misteriosa sensación de haber por fin saldado una deuda milenaria.

"Lo que vamos a hacer es una relajación muy profunda para que te conectes con la información que llevas almacenada en tu interior, a la que no puedes acceder desde un estado de vigilia, consciente. Al comunicarnos con alguno de tus "yo" del pasado facilitamos la resolución de conflictos emocionales del presente".

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