La artista Yolanda Hurtado, su esposa por casi 50 años, murió en noviembre de 2011. Roberto Hoppmann, famoso por sus incursiones en “Cirugía de cuerpo y alma” y “Quiero un cambio”, descubrió la forma de revivirla, en el Centro Cultural Siglo XX, punto de encuentro del arte y de actores del nivel de Carmen Barros. “Ella fue la mujer de mi vida y yo para ella su príncipe azul”.
El rostro de “Cirugía de cuerpo y alma” descubrió la forma de revivir a su fallecida esposa , en el Centro Cultural Siglo XX.
Foto Ricardo Abarca
El doctor Roberto Hoppmann tenía abundante pelo y físicamente era muy cotizado cuando partió en la tele, en “Buenas Tardes Eli”, hace 15 años. Fue uno de los precursores de los cirujanos plásticos famosos, esos que ilusionaron a muchas chiquillas y otras ya no tanto con un cambio de cuerpo, y que ayudaron a masificar las operaciones estéticas. “Cirugía de cuerpo y alma” y, ahora, “Quiero un cambio” son los espacios donde miles de seguidoras le conocen hasta su típico collar de semillas, de Isla de Pascua, acompañado de uno contundente, de oro blanco.
Hoy es igualmente cotizado. Pero su foco no está en la tele, sino en el barrio Bellavista. Es que acaba de hacer el segundo duelo por la muerte de su esposa, la artista Yolanda Hurtado. El primero lo hizo cuando puso la lápida de mármol en el cementerio, hace un año y medio, con una escultura reproduciendo la mano de la Yoli y otra mano que la subía, como hacia la divinidad. Y el segundo fue cuando instaló una placa del mismo mármol con el nombre del centro cultural que creó en su memoria, el Taller Siglo XX, en Ernesto Pinto Lagarrigue.
Ahí se reencontró con la Yoli y eso no es menor, porque él cree que para ella fue “su príncipe azul” y ella para él fue “el único gran amor de mi vida. En noviembre hubiéramos cumplido 50 años de matrimonio”.
“Se soltó el tomate y cayó un pelo que le llegaba hasta la cintura”
La Yoli está por todas partes en el nuevo centro cultural que tiene dos pisos y varias salas adaptadas a todo trapo, para que los expositores muestren sus obras y hablen de ella. Incluso está en las paredes de los baños, decorados con imágenes de fotografías captadas cuando ambos hicieron obras de teatro juntos.
—¿Cómo se conocieron?
—En el Centro Universitario Judío, que se llamaba CUJ, que funcionaba en el centro, en la calle Serrano. Ella armó ahí un grupo de teatro.
El doctor Hoppmann estudiaba Medicina en ese tiempo, y también Teatro, que había hecho desde el colegio, en el Manuel de Salas. Un día le sugirieron que fuera a ver lo que estaban haciendo en el CUJ.
—Yo estaba un poquito alejado de las actividades de la colectividad judía, cuando un compañero me invitó a ver de qué se trataba. Me metí al grupo, que dirigía un pariente de la actriz Schlomit Baytelman, Beco.
Se juntaban una vez a la semana. Hoppmann llegó un día y el director, Beco Baytelman, preguntó: “¿Hay alguien que tenga alguna propuesta de una obra de teatro?”. El propuso “La gota de miel”, una obra pequeña, argentina, que requería de dos personajes. Entonces el director preguntó quién quería acompañar a Roberto Hoppmann a representarla. Y saltó la Yoli.
—La Yoli tenía el pelo agarrado en un tomate, bien arriba. Al primer ensayo llegó con una malla, se soltó el pelito del tomate y ¡pum!, cayó un pelo que le llegaba hasta la cintura. Ahí yo quedé pah! Ese fue mi flechazo, yo siempre digo que fue ése el flechazo que nos unió.
En ese tiempo, Hoppmann era un muchacho “bastante negro, muy serio”, dice él. Y ella, en cambio, una chica muy alegre, que saltaba, jugaba y cantaba. Comenzaron a salir. Iban al centro, al café Jamaica, donde tenían largas conversaciones que revitalizaban a Hoppmann.
—Yo aprendí a ser feliz con ella.
“Creo que ella se enamoró del idílico mío”
Un día se quedaron conversando hasta tarde, después de ver “Una mirada desde el puente”, de Arthur Miller, en el Teatro Camilo Henríquez. De repente vieron la hora: eran las doce y media de la noche y sus padres, que eran muy estrictos, le habían ordenado que no llegara después de las doce. Ella vivía en la Gran Avenida, así es que el trayecto fue largo.
—Cuando llegamos a su casa, estaba todo oscuro, todo cerrado y la Yoli decía: “Yo tenía que haber llegado antes de las 12”. Entonces, bueno le dije yo, no se poh, dame un besito. Nos dimos un besito. Y después yo la ayudé, la tomé de las piernas y se subió por la reja y pasó al otro lado. Entró por una puertecita lateral que le abrió el hermano y nadie supo nunca nada. Y esa fue la época en que realmente comenzamos a amarnos profundamente.
Pololearon, se casaron y ella siguió un curso de arsenalera para estar con él. “Ella me acompañó mucho, no sólo en el teatro. Durante 17 años fue arsenalera mía, y también arsenaleaba a otros equipos médicos”.
Pero el área de la salud no era lo de ella y un día dijo basta. Tomó un curso de desarrollo personal y entró a estudiar Orientación Familiar al Instituto Carlos Casanueva. Empezó a dirigir con éxito grupos de desarrollo y el doctor Hoppmann la estimuló para que se instalara en una antigua casona en el barrio Bellavista, donde hacía tertulias y representaciones de teatro.
Habían quedado atrás los tiempos en que la Yoli hizo todo por apoyarlo, como cuando él estuvo tres años en Francia haciendo una especialización y ella lo acompañó con sus tres hijos, y limpió departamentos para aportar a la mantención.
—Yo creo que se enamoró un poquito del idílico mío, del príncipe azul.
—¿Del hombre que estudiaba Medicina, que hacía teatro?
—Que era buenmocito en ese entonces (se ríe). Nos queríamos mucho. La verdad es que, como todo matrimonio, tuvimos momentos súper difíciles.
—¿No hubo una etapa tuya en que sentiste el poderío de ser un cirujano famoso y que las niñas seguramente te seducían?
—No, la verdad es que no. Ciertamente les pasa a muchos cirujanos plásticos el hecho de que van a una fiesta, le preguntan usted qué hace y cuando uno responde que es cirujano plástico se convierte en el rey de la fiesta. Claro, yo era el cirujano plástico y la verdad es que yo trabajaba mucho en la especialidad mía. Profesionalmente crecí harto, tengo casi 45 años de especialidad. Pero no soy un tipo al que se le suban los humos a la cabeza. Siempre he trabajado arduamente y Yoli me acompañó en eso.
Se queda pensando y habla como si fuera a revelar un secreto:
—Hay una cosa que está relacionada con este taller. Porque Yoli siempre era como secundaria a mí, me ayudaba. Entonces nosotros construimos este taller para estar juntos en el arte. Pero ella empezó a hacer sus cosas pausadamente, a su manera, hasta que llegó el momento y me dijo: “Mira, ya presentamos la obra de teatro, hicimos un montón de cosas juntos, pero este lugar es mío. Ya hemos hecho una linda experiencia, entonces tú con la parte de la cirugía te quedas afuera y yo tengo este lugar”.
—¿Cómo lo tomaste?
?—La verdad, fue bastante duro para mí. En definitiva, fue como una ruptura entre nosotros, un problema dentro del matrimonio, incluso. Porque gran parte de nuestro enlace estaba en el teatro, en el arte. Yo dije, ya, está bien. De eso hace diez años. Yo prácticamente no vine más al taller. Cuando ella se enfermó, esto quedó abandonado.
Las llaves del taller
La Yoli tenía una salud de fierro. Pero el 2008 empezó a tener malestares digestivos y le hicieron una colonoscopía. Le descubrieron un tumor de colon y rápidamente hizo metástasis.
—Estuvimos tres años batallando a full, con toda la gente de la Clínica Alemana y después tuvimos tres intervenciones quirúrgicas. Luego tuvo una metástasis en la columna y al final una metástasis en el cerebro. Fue un calvario terrible. Y ella con mucha energía, con mucha fuerza, salió adelante. No le gustaba estar en cama. No quería estar en el hospital. Debe haberse hecho unas veinte quimioterapias. Tuvo 4 intervenciones. Horrible. Horrible.
—Qué impotencia la tuya, de ser el cirujano plástico que podía transformar a la gente y no poder curar a tu mujer…
—Pero yo me quedo con que hice todo lo que pude, con la mejor gente.
Yoli murió en noviembre del año 2011.
En su último periodo ella estaba tan débil que le pasó a una artesana las llaves del taller de Bellavista. El 28 de febrero llegó la artesana a verlo y le contó que estaba viviendo en el taller con su hijo, pero que ya no podía seguir haciéndolo.
—Me dijo: “Doctor, le tengo que entregar las llaves porque no soy capaz de mantener los gastos, de luz, de agua que tienen aquí”.
“Ahora puedo nacer de nuevo”
El primero de marzo del año pasado el doctor Hoppmann volvió al taller. Estaba muy emocionado porque habían pasado unos diez años que no entraba allí.
—Recordé muchos momentos. Dije: qué hago, ¿lo vendo, lo arriendo? Y en un momento decidí: No, este espacio lo voy a hacer de nuevo, lo voy a remodelar y voy a hacer un centro cultural a como dé lugar.
Demoró un año en la tarea.
—Tardé un año en la reconstrucción, hasta sentir que este era su lugar, que ella sigue aquí y que yo puedo entrar y hacer las cosas junto con ella. Tiene una historia bien profunda. Yo siento que este lugar que hicimos de los dos, es de los dos para los demás. Para hacer arte, entregar arte, mostrar lo que uno tiene adentro. Con la creación e inauguración de este centro cultural estoy naciendo de nuevo, porque cerrando esos círculos de duelo, puedo nacer de nuevo.