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Juan Aldea, dueño de Feria Chilena del Libro: Las batallas del librero más antiguo de Chile

Comenzó como contador de un local de exiliados españoles y terminó siendo propietario de 16 locales. Acá habla por primera vez de su historia.

por:  Juan Carlos Ramírez F.
viernes, 23 de enero de 2015

Foto CLAUDIO CORTES

Parece una escena de "El Padrino": cuando Juan Aldea Vallejos entra de riguroso terno y corbata a la Feria Chilena del Libro de Huérfanos-600 m2 y 200 mil libros a la vista-, se hace un silencio entre los empleados de la librería más grande del país. Sonrisas nerviosas. Miradas de admiración. Desesperados intentos por concretar la venta.

Él, a sus 87 años, se pasea jovial por las secciones -Historia, Autoayuda, Novela Gráfica, Computación-, revisa una solapa, conversa con el jefe de local y sonríe satisfecho. Los fines de semana recorre algunos de los 16 locales repartidos en Santiago, Concepción, Puerto Montt y Viña del Mar, concentrando cerca del 40% de los libros vendidos en el país.

La empresa es una marca reconocible y familiar. En épocas clave como Navidad o al inicio del año escolar no da abasto. Es el lugar donde los escritores top como Pablo Simonetti o Roberto Ampuero se dedican a firmar libros y contactarse con sus lectores. También han pasado por allí figuras del star system literario como Sergio Parra, dueño de Metales Pesados; Juan Fau, de Qué Leo, y el director de Ediciones UDP, Matías Rivas.

Hace 65 años, Aldea estaba detrás del mostrador de la librería Séneca de Huérfanos, convenciendo al público de llevarse desde "Adiós al séptimo de línea" hasta alguna novela existencialista francesa, pasando por poesía o libros sobre la II Guerra Mundial. Apadrinado por los refugiados españoles Joaquín Almendros y Aisteo André , dueño y jefe de local, respectivamente, aprendió los trucos del oficio. Primero como contador, luego como librero profesional. Habían llegado en el "Winnipeg" y este chico decidido y disciplinado les cayó bien.

Nacido en la Quinta Normal y cursando enseñanza media del Liceo Amunátegui, lo que quería al principio era ser poeta. "Hasta que a los 16 me convencí de que no era bueno. ¡Pero no quería despegarme de los libros!". No es difícil imaginar la impresión que le dio encontrarse con una clientela compuesta por Pablo Neruda, Manuel Rojas, Mariano Latorre, María Luisa Bombal y Benjamín Subercaseaux.

"Neruda era raro. No hablaba mucho y rara vez compraba un libro", dice Aldea sentado en su oficina en el piso 23 del edificio donde se ubica la librería. "Todavía no ganaba el Nobel y se paseaba entre la librería Nascimento y donde trabaja yo. Era bien especial, en verdad". Hace un gesto y le bajan el aire acondicionado. O le traen café espresso. Luego dice que hace calor y se lo suben.

-¿Cómo eran las librerías de los años 60 en Chile?

-Chicas. No se podía mirar los libros como ahora. Había que preguntar por ellos. Por eso era importante la figura del librero. Era alguien que tenía que enganchar al público con la historia, pero sin contar el final. Cosa que no haya más remedio que comprarse el libro. Y que después vuelva por otro. No se trata de teclear en el computador y ver si está o no, como ahora.

-¿Le inquietan los nuevos locales?

-Para nada. Acá se trata de que todos ganemos. A mí me interesa la masividad. Que el cliente encuentre todos los libros que busca: católicos y anticatólicos, comunistas y anticomunistas.

"A puro crédito"

"Aldea está loco: no es dueño del local y ya está haciendo arreglos". Eso le decían sus colegas libreros cuando a mediados de los 60 se le ocurrió instalar un techo que resistiera la lluvia y un mostrador en la pequeña tienda que tenía entre Ahumada y Estado.

Su salto a la independencia ocurrió a principios de los sesenta. Los españoles se habían ido a México. Aunque le dijeron que él era "el hombre de confianza", el negocio quedó en manos de los cuñados de los jefes. "Cualquier cosa rara que veas nos llamas", le dijeron dándole el número en papel.

Y aunque reconoce que vio "muchas cosas feas" en la librería -no quiere entrar en detalles-, no los llamó. "Lo que pensé que si ganan plata estos dos tarados, hay que ser muy bruto para que me vaya mal. Me di cuenta de que quiero ser empresario y me fui".

Aldea sabía que el público necesitaba ver las cubiertas de los libros y refugiarse de la lluvia. "A los otros no se les había ocurrido y así empieza este incipiente empresario. Y a puro crédito nomás", dice muerto de la risa.

Con una suma de buen ojo, contactos y convencimiento logró construir en 1969 una gran librería en un terreno baldío de Bandera con Huérfanos perteneciente a los Yarur. Mil metros cuadrados que sorprendieron a los santiaguinos de la época. Ahí decidió bautizarla como Feria Chilena del Libro. "Había colas de gente esperando entrar. Es lógico: si adentro está lleno, algo bueno debe estar pasando", dice.

Las cosas no fueron fáciles en todo caso, recuerda. Le pidieron el terreno para construir un edificio (se demoraron tres décadas en hacerlo), así que tuvo que trasladarse primero a la calle Miraflores y después a Huérfanos. Aunque eran grandes, en ningún caso era de mil metros, carencia que le hizo pensar en expandirse en varios locales.

Mientras estaba en Huérfanos compró el sitio eriazo donde hoy está Movistar -ese sitio sigue siendo de su propiedad- y construyó un galpón donde funcionó la librería hasta el año 2012.

"El truco fue arrendar cerca de donde la gente iba antes. Y expandirme a lugares bien concurridos. Primero fue en el Drugstore de Providencia. En «Palomita Blanca» de Lafourcade aparece citada esa sucursal", explica. Con sobresaltos logró superar los 80 y a la siguiente década ya había una sucursal de "La Feria" en la mayoría de los malls de la capital.

A la antigua

Aldea cultiva el bajo perfil mediático. Para él son más importantes las lealtades. O reconocimientos como el premio al Empresario del A ño de la U. del Pacífico el 2006 o el galardón a su trayectoria que le otorgó al año siguiente la Cámara Chilena del Libro. Aunque también ha peleado algunas batallas públicas como cuando el 2013 se opuso al eslogan "Filsa pa'l que lee", enfrentándose a la nueva administración de la Cámara.

También es chapado a la antigua, no le gustan los garabatos y contrató a un pianista para la casa matriz. Aunque no le molestó tanto el juego de palabras de la Filsa, sino el evento en sí. En ese tiempo declaró: "La feria de Mapocho altera esos objetivos y usa este recinto cultural para vender libros de las mismas editoriales o distribuidoras a valores rebajados, distorsionando de este modo el mercado del libro, con perjuicio para todas las librerías del país".

-¿Pero no es bueno que los libros estén baratos?

-Claro que sí. Me he reunido con cinco presidentes de la República. Todos están de acuerdo con cambiar el tema del IVA. Pero al final, lamentablemente no pasa nada. El problema es que cada año en la Feria de Mapocho hay una competencia desleal.

-¿Cómo es eso?

-Que cuando se vende un libro con un descuento más allá del acordado y un cliente viene a nosotros, quedamos mal. Porque no es la idea vender un libro más caro. Las editoriales saben que tengo razón, pero les dejan hacerlo.

-¿Pero el negocio está bien?

-Si los libros se siguen vendiendo es porque a la gente le interesa leer. Claro, se cierran librerías, pero sigue habiendo compradores, sobre todo jóvenes. Me da la impresión de que ahora se lee más. De verdad se lo digo.

Se termina el café, mira Santiago por el ventanal y se queda pensando. Dice que no le gustaría estar en caso de terremoto. Pregunta las cosas que debería hacer una librería para atraer más público. Recalca la importancia de tener vendedores calificados. Se arregla el terno y su secretaria le recuerda las reuniones para la tarde. Se despide. 23 pisos más abajo su imperio sigue funcionando, como todos los días.

 
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