La coautora de "Nicanor Parra. La Vida de un poeta" cuenta de las visitas y los estados de ánimo detrás de este libro que dejó varias cosas claras.
Nicanor Parra cumplió 100 años y desde ese día que no sabemos de Nicanor Parra.
La primera vez que lo visité fue hace una década, en los días inmediatamente posteriores a su cumpleaños número 90. El poeta estaba cansado, su refugio en Las Cruces había recibido una invasión de personas. No pensé que diez años después irrumpiría de nuevo en su casa, con cierta impertinencia y con un ambicioso proyecto entre manos: junto con la periodista Sabine Drysdale escribíamos el libro "Nicanor Parra. La vida de un poeta", y estábamos allí para encontrarnos con el epílogo, con el final del libro. O con el comienzo de otra cosa.
La estrategia para abordar a Parra -el peor de los entrevistados posibles, un viejo siempre viejo, cascarrabias, brillante, encantador si está de ánimo, resbaladizo como pez, ladino y desafiante- es siempre la misma: jamás pretender que responda de manera directa una pregunta directa. Aquella primera vez hace diez años pagué el noviciado: mi intención era interrogarlo por sus musas, las mujeres que había amado y de las que había poco rastro en su literatura. Fue lo primero que le propuse cuando lo vi aparecer tras la reja de madera, vestido de pantalón de cotelé y camisa clara. Su negativa fue inmediata. Estaba cansado, sin ánimo y no tenía nada que decir. Que muchas gracias, que para otra vez. Entonces le dije que sabía el nombre de la mujer imaginaria y eso pareció llamarle la atención. Me miró un rato, se detuvo y luego volvió a la negativa. Me echó, amablemente, pero me echó. Al rato, cuando ya estaba en el auto para regresar a Santiago, Parra volvió con unos papeles en la mano. Eran versos en los que estaba trabajando. Me pidió que entrara a su casa, que conversáramos. Me dijo que debería tomar notas porque no me permitiría usar grabadora. Parra quería conversar de su retiro de las lides amorosas, del Código de Manú, de cómo se convirtió en un viejo verde.
Aquella vez, Parra habló y yo escuché. Un escritor que lo conoce bien dirá que "él agradece la paridad de los interlocutores. Es muy consciente de lo que uno quiere, de adónde quiere uno llegar con la conversación. Hay momentos en que baja la guardia y si uno reaccionara haciendo preguntas, tal vez las respondería, pero lo que él agradece es poder bajar la guardia". Aquella vez yo no conseguí que Parra bajara la guardia.
Cuando Sabine Drysdale me propuso que escribiéramos un libro sobre el poeta, ambas supimos que recorreríamos un camino largo antes de golpear la puerta de la casa de Las Cruces. Teníamos que escribir a pesar de Parra, porque él no nos daría lo que estábamos buscando. Ni él ni muchas de las fuentes que contactamos para el libro: existe un círculo de hierro y una mirada oficial. Que a Parra se le aplaude, se le venera, se le celebra y se le halaga pero, por sobre todo, se le rinde culto. Silenciosamente. Guardando las anécdotas más reveladoras para que no se moleste si hablan a sus espaldas.
Quizás sea esa discreción, justamente, la que ha dado origen a otros mitos. Que Parra es enojón y que si te asomas por su casa sin aviso, no te recibe. Que Parra cobra. Que prefiere que lo visiten periodistas mujeres, ojalá rubias, ojalá lindas, pero tampoco con ellas se confesará, porque Parra desconfía de todas, de todos. Que a Parra le gusta el juego del tira y afloja, en el que prueba intelectualmente a su interlocutor hasta validarlo. Que Parra está loco. Que Parra se hace el loco.
Parra, a ratos, se convierte en Hamlet y en su sombra.
Este año, el año del centenario, partí a verlo cuando ya teníamos el libro listo. Para disminuir al máximo las posibilidades de que no nos recibiera, averiguamos si estaba en su casa y en condiciones de recibir a dos periodistas. Un hombre de cien años puede enfermarse en cualquier momento. A mí, en lo personal, aquella posibilidad me persiguió las noches previas a los viajes a Las Cruces. El insomnio me hacía imaginar una entrevista con Parra que se salía de todo margen. Entonces él, de pronto, sufría un patatús, y nosotras, culpables, lo subíamos a un auto y manejábamos hasta Santiago.
Nada de eso ocurrió, en buena hora. Confirmamos que no tendría visitas y que no estaba enfermo y para caerle en gracia todavía más, compramos una bandeja de empolvados caseros. El resto de la anécdota aparece en el libro, pero deberé decir que Parra no probó los dulces, bailó cueca, nos interrogó sobre lo que quiso y cuando llegaron visitas -cuando su editor Adán Méndez llegó a almorzar- se puso de pie y nos despidió amablemente.
"Vuelvan", nos dijo. "Pero llamen antes".
No tuvimos que hacerlo.
Parra llamó un mes después.
Quería vernos.
A mí me volvió el insomnio y me negué a esa visita.
Sabine insistió: "Por algo será, nos está llamando Nicanor Parra".
Aquel argumento solo aumentó mi nerviosismo, pero no pude mantener mi negativa. Nicanor Parra es terco. Sabine, mi coautora, también.
El estado de ánimo de Parra en esa segunda visita era distinto. Menos lúdico, quizás. No hubo cueca ni interrogatorio. Parecía estar en plan de confesión. Quería decirnos algo: que nos respondería las preguntas que quisiéramos si se las hacíamos por escrito. Debíamos dejarlas con Rosita, la mujer que lo cuida, y luego llamarla para que ella nos leyera las respuestas. En esa visita nos contó que no existió ningún té con Pat Nixon. Que a sus 100 ya no tiene nada, ni siquiera licencia de conducir. Que le pidió matrimonio a la mujer imaginaria y que ella se negó. Que tiene un proyecto que contempla publicar la última carta de Violeta Parra. Fue entonces cuando nos mostró la transcripción de esa carta. Fue entonces cuando la visita de la que no esperábamos nada se transformó en otra cosa.
Publicamos el libro una semana antes de que se cumplieran los 100 años. En esos días le enviamos un ejemplar por correo que, según consta en una oficina postal de Providencia, él recibió. Nicanor Parra cumplió 100 años y desde ese día que no sabemos nada de Nicanor Parra. No volvió a llamar. Tampoco contestó las preguntas que le dejamos por escrito. El silencio es, a veces, una gran intriga. Pero el que calla también otorga.