Por Rosario Covarrubias M.
Sicóloga
Covarrubias.ro@gmail.com

Defender las ideas con pasión, para muchos, resulta una cualidad. Sin embargo, si entendemos el concepto de pasión desde su origen en el latín “patior”, que es una emoción relacionada al sufrimiento,  la pasión es una forma de padecimiento, que implica una falta de control ante una persona o una idea. 

La violencia que inunda cadenas de mails y genera comentarios agresivos frente a opiniones vertidas en los medios, crece cada día. Lo que en una primera mirada puede ser entendido desde la pasión con que se defienden las ideas, en el fondo, esconde una incapacidad para escuchar argumentos diferentes a nuestro propio pensamiento.

Muchas veces estas descalificaciones públicas se escondan detrás de pseudónimos. ¿Qué hay detrás de esto? Personas que han logrado encontrar un espacio en la sociedad reprimiendo intensos niveles de agresividad, de la que, probablemente, han sido víctimas, o no aprendieron a contenerla por falta de modelos que les enseñaran a identificarla y expresarla en forma constructiva.

Conscientes del castigo social que genera su rabia, se “encapuchan” virtualmente para descargar sus insultos contra los que piensan diferente, generando un clima de tensión psicológica. 

Por otra parte, la  malla curricular de nuestros hijos intenta impartir valores como la tolerancia y el respeto hacía diferentes razas, nacionalidades y creencias. Pero esto queda en la sala de clase y en el contenido a reforzar para las pruebas, no teniendo congruencia con las conversaciones que ellos escuchan y lo que recogen de los medios de comunicación.

Creamos la ley Zamudio, muy aplaudida, pero ya pasada la crisis que la impulsó, nos olvidamos de ella y no la internalizamos ni la incorporamos en nuestro comportamiento diario. Un cambio de actitud personal es lo único que nos conduciría a un cambio cultural.

Estamos en época de elecciones y continuamente encontramos en las redes sociales personas que, intentando resaltar las cualidades de su candidato, ironizan y ridiculizan al competidor, dándole un trato más de enemigo que de adversario, de modo que, para cualquiera que no comparte estos montos de pasión, resulta burdo y contraproducente.

¿Qué efecto genera?

Ser testigos de violencia innecesaria en cualquiera de sus formas no es algo que nos haga crecer como personas, por el contrario estimula pensamientos destructivos, polariza las opiniones, no hacia los argumentos si no hacia la persona detrás de estos.

Se acerca el 11 de septiembre y nuevamente, luego de 40 años, es motivo de división en nuestro país y, si bien es cierto que hay personas que defienden con pasión uno u otro bando, la gran mayoría somos capaces de comprender los dolores de ambos sectores y aspiramos a una mayor unidad.

El estrés y exigencias que conllevan la vida actual ya son bastante altos como para  sumarnos la carga que implica una continua rivalidad entre los seres humanos.

Está claro que todos tenemos derecho a pensar diferente, pero cuando respetamos realmente al otro, es decir, consideramos que su opinión es tan válida como la nuestra, podemos discutir, con altura de miras, enriqueciéndonos de ambas posturas y llegando a acuerdos que nos  beneficien  a todos.

Partir una conversación a la defensiva, esconde muchas veces una tendencia a proyectar la propia agresividad sintiéndose atacado sin estarlo, buscando imponer los argumentos propios sin escuchar los de la otra persona.

Ser capaces de discutir con respeto nos hace bien a nosotros mismos y es la única forma de que logremos educar a las generaciones que vienen. No lo lograremos exigiéndoles que estudien contenidos para una prueba si en una mesa nos somos capaces de compartir, diferentes maneras de pensar.